Es ya un lugar común ese de que España se había convertido en un país
de nuevos ricos. No tanto que abundasen los ricos sobrevenidos, sino
que el país entero, como Estado y como sociedad, se comportaba con las
odiosas maneras con que solemos caricaturizar al nuevo rico:
despilfarro, exhibición hortera de riqueza, gasto suntuoso, adquisición
de atributos identitarios para ser aceptado entre los ricos de toda la
vida, hedonismo, despreocupación por el futuro, champán con fresas para
desayunar, clases rápidas de golf, que da distinción, y pídete lo que
quieras que esta ronda la pago yo, que el dinero está para gastarlo.
Sí, de esos nuevos ricos caricaturescos ha habido muchos en los años
de la burbuja, aunque no tantos como para que aceptemos la trampa de
generalizar la mala conciencia (“hemos vivido por encima de nuestras
posibilidades”). Y como ellos, también el país, sus gobernantes y
administradores, se comportaron durante años como nuevos ricos, usando
la riqueza sobrevenida para fardar de trenes, aeropuertos y edificios
emblemáticos con que quitarse los complejos y espantar la imagen
histórica de pobretones, en vez de usar esa riqueza para garantizar el
futuro, crecer equilibradamente y protegerse ante una crisis como la
actual. Venga a pagar rondas a los amigotes, y vengan despampanantes
ciudades de la ciencia y de la cultura, circuitos de Fórmula 1, grandes
eventos y AVE hasta el último pueblo, y ponme otra ronda, que el dinero
está para gastarlo.
Pero hay algo todavía peor que un nuevo rico: un nuevo pobre. O
para ser más exactos: un nuevo rico que de repente se convierte en
nuevo pobre. No hablo por tanto de los trabajadores que, sin haber sido
nunca ricos, ni mucho menos nuevos ricos, han sido arrojados hoy a la
pobreza, precarizados, excluidos, desahuciados. Me refiero a quienes
levantaron una fortuna súbita al calor de la burbuja, y con las mismas
vieron cómo su fortuna se desinflaba a la misma velocidad que la
burbuja.
El nuevo pobre, entendido por tal el ex nuevo rico cuya suerte cambia
de golpe, no sabe llevar su nueva pobreza con dignidad, sino al
contrario, la intenta disimular, se preocupa por las apariencias ante
los vecinos, y se muestra insolente si alguien duda de su solvencia. El
nuevo pobre se quita de comer antes que dejar de abonar la cuota del
club o el colegio privado de los niños, sigue pagando rondas en el bar
para que nadie sospeche, tira del crédito de la tarjeta aunque a la
larga le salga más caro, y es capaz de ampliar la hipoteca y ahogarse
más todavía con tal de que no se le note que no tiene para las
vacaciones. Tampoco encuentra quien le compre la casa de la playa que
acabará perdiendo, la televisión gigante o los muebles caros y horteras
con que llenó su casa y que no ha terminado de pagar, ni por supuesto la
escobilla del baño que le costó una pasta.
Su estupefacción por haber sufrido una ruina para la que no estaba
preparado le incapacita para tomar decisiones que le saquen del agujero,
y se limita a esperar que el viento vuelva a soplar a favor, mientras
consume sus últimos ahorros. En su orgullo de pobre renegado es
continuador de aquellos veraneantes que se quedaban en casa con las
persianas bajadas para que los vecinos creyesen que estaban en la playa,
o más lejano aún, los hidalgos miserables que se echaban migas en la
pechera para que pareciera que habían comido.
Así se están comportando también nuestros gobernantes, con maneras de
ex nuevo rico devenido en nuevo pobre. Incapaces de llevar con dignidad
la pobreza repentina, lo mismo reaccionan con chulería con los débiles
que se bajan los pantalones ante los poderosos, alineándose con los
peces gordos de Europa para que les dejen sentarse un ratito más a su
mesa, en vez de hacer frente común con los otros países castigados; o
arrojándose a los pies del primer Adelson que entra haciendo sonar el
bolsillo. Como orgullosos ex nuevos ricos, van de sobrados por la vida,
rechazan que la crisis sea una crisis, que el rescate sea un rescate,
presumen de presionar a los socios europeos, fanfarronean de conseguir
gangas en Bruselas y de torear a esos europeos a los que, como a
Juncker, “de vez en cuando hay que explicarles las cosas” (De Guindos
dixit).
Nuestro Gobierno de nuevos pobres también se quita de comer (o nos
quita, más bien) antes que renunciar a otros gastos o meter mano a la
fiscalidad, recortando gasto social, rebajando salarios y abaratando el
mercado de trabajo; y sin embargo sigue pagando rondas en el bar a lo
grande, una para la banca, otra para las autopistas de peaje, otra para
organizar los Juegos Olímpicos si nos tocan, venga, alegría. Con tal de
que no se le note que lleva los bolsillos vueltos hacia fuera es capaz
de endeudarse más todavía, al precio de ahogarse un poco más: ¿que la
banca quiere pedirse otra ronda? Pues venga, hasta 100.000 millones con
cargo al FROB, y apúntamelo, que ya echaremos cuentas. Tampoco tiene
quien le compre el equivalente al piso de la playa y los muebles
horteras: las ruinosas infraestructuras que ahora no puede ni mantener,
los aeropuertos sin aviones, los edificios emblemáticos sin contenido,
las autovías que ya ni se parchean, los tramos a medio construir de ese
AVE que iba a unir todas las capitales de provincia, los terrenos
urbanizados sobre los que nadie pone un ladrillo.
Como aquel nuevo pobre que retratábamos, tampoco el Gobierno es capaz
de tomar decisiones para salir del agujero, incrédulo de su propia
ruina, así que consume lo poco que le queda, mientras espera el milagro
que le salve en el último minuto, el cambio de aires en Europa, la
cumbre decisiva, la quiebra del euro para salvarnos todos o morir todos a
la vez.
Si les fastidiaba vivir en un país con maneras de nuevo rico,
bienvenidos a la casa del nuevo pobre. Pídanse lo que quieran, que esta
ronda está invitada. eldiario.es
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