Mariano Rajoy fue probablemente el primer mandatario español de la
etapa democrática que llegó al Gobierno con el síndrome de La Moncloa
incorporado. En realidad esa dolencia, de vieja raigambre, tiene nombre
propio. La definió a la perfección un antiguo ministro de Exteriores
británico y neurólogo de formación, David Owen, quien invirtió seis años
en estudiar el cerebro de los líderes de la clase dirigente. Con los
resultados, publicó un libro titulado “En la enfermedad y en el poder” (2008), que explicaba las razones para el desvarío de quienes alcanzan altas cotas de mando: el síndrome Hybris.
Lo caracterizan la soberbia, la desmesura, y la huida de la realidad
con mayor o menor intensidad dependiendo de la capacidad intelectual de
la persona.
En la primera fase, aún fresco el recuerdo de cuando salieron del
anonimato, de sus cátedras, de sus oficinas, les acomete la inseguridad,
casi la incredulidad en su propia valía. En el caso de Rajoy, influyen
además sus dos derrotas electorales frente a Zapatero y la larga espera
que conlleva. Pero aquí surge una nube de aduladores que se apresura a
convencerles de sus excelencias. La mayoría espera sacar provecho,
aunque esa circunstancia ellos prefieren no advertirla. Es el momento en
el que les invade la soberbia.
El líder ya está seguro. Le sobreviene así una exagerada confianza en sí mismo,
ya no escucha ni a sus asesores ni a los ciudadanos, se cree en
posesión absoluta de la verdad, con capacidad para hacer y deshacer
según su voluntad y no reconoce sus errores. Rajoy añade la mayoría
absoluta –aunque se debiera a demérito del contrario– de la que no
gozaron inicialmente sus antecesores. Ha sido su perdición: ya está en
un tiempo récord atrapado por Hybris. No se digna a dar ruedas de prensa
y, cuando tardíamente comparece, hace gala de una insólita prepotencia
que evidencia aún más sus carencias. Y su pobre discurso de pretendida
sencillez.
Lo peor es que aquel Mariano Rajoy que llamó “bobo solemne” a José
Luis Rodríguez Zapatero, ofrece –junto a su equipo– una caótica cuenta
de resultados: recesión, subida del paro, merma de salarios y bajada del
consumo como consecuencia de la política de austeridad; recortes
insufribles en servicios vitales como sanidad y educación, mientras se
inyecta dinero público al sector bancario y se pasan por el arco de la
impunidad flagrantes irregularidades. O la mala gestión del caso Bankia
con la prima de riesgo a nivel desbordado de rescate. La excusa de la
herencia se les agota por momentos. Tampoco gusta al ‘todo el mundo’ del
presidente la involución ideológica que el Gobierno impone sin pausa.
Por eso, Rajoy camina aceleradamente también hacia la tercera fase del síndrome Hybris: la que desata el miedo a perder lo obtenido.
En ella, todos son enemigos a evitar, incluso en los consejos. Quienes
le contradicen “no saben lo que dicen”. Rodearse de mediocres en su
círculo más cercano apenas atenúa su temor. El rival brillante precisa
su desactivación por cualquier método. En su mismo partido –también en
otros– hay clamorosos ejemplos, como el de Esperanza Aguirre y su
“inexistente” trama para espiar a contrincantes de su formación.
Y luego, el consecuente enclaustramiento en la torre de marfil. Nerones, Calígulas, Claudios que se encierran en su castillo.
El síndrome de la Moncloa, de Génova, de Ferraz, de la última planta de
cualquier empresa. Por eso José Luís Rodríguez Zapatero dijo la noche
de su primera victoria electoral: “El poder no me va a cambiar”. Por
eso… tampoco lo cumplió.
Tarde o temprano, el varapalo de las urnas, el cese, la pérdida del
poder en definitiva, sume al afectado por el Hybris en la siguiente
fase: desolación, victimismo que achaca a la
incomprensión, no acertar a creer ahora que “con todo cuanto ha hecho
por su país”, reciba “ese trato”. José María Aznar paseó su rabia y su
rencor por medio mundo, como clara muestra de ello. De Zapatero poco
sabemos. Felipe González hace tiempo que lo ha superado tras enfrentarse
a su jarrón chino. La enorme paradoja es el olvido que ha inundado la
mente de Adolfo Suárez, el más vapuleado de los presidentes, el que más
razón real tuvo para la desolación en su salida.
Hybris nació, como tantos otros conceptos fundamentales, en Grecia.
La vanidad desmesurada –que competía con los dioses– acarreaba un
castigo que proporcionaba Némesis, la diosa de la justicia retributiva.
Sin piedad, volvía al descarriado a los límites de su realidad. No se
andaba con miramientos. Sus afectados podían llegar a ver cómo un águila
se comía a diario su hígado –regenerado, inmisericordemente, por su
condición de inmortal–, tal como le pasó a Prometeo, un buen tipo que
osó invadir el terreno de la divinidad.
El cristianismo, en la misma línea, habla de pecado y opone sanción a
la soberbia en forma de “pena” capital. ¡Quién lo diría! Incluso al
ángel arrogante lo convirtieron en demonio, de forma expedita, y lo
mandaron a los infiernos para siempre jamás. O los generales romanos
que –con prudentes técnicas anticipatorias–, eran seguidos por una corte
de esclavos, los cuales les iban repitiendo: “Memento mori” que
significa “¡recuerda que eres mortal!”. No es necesario aclarar que no
les hacían ningún caso. Véase Julio Cesar. La soberbia tapa los oídos.
El coro de aduladores y el propio envanecimiento siguen arrullando al
líder en su jaula de oro, aunque la deriva de los hechos sea evidente y
la calle vibre en indignación, en desesperanza o en resignada apatía.
Rajoy ya carga con Hybris, creyéndose todavía investido para una misión
histórica conferida a un ser superior. Todavía. R. M. Artal eldiario.es
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